Miércoles, 8 de julio de 2009 | Hoy
EL MUNDO › LA LUPA
Por J. M. Pasquini Durán
Desde Moscú ayer Barack Obama aclaró: “Manuel Zelaya no nos gusta, pero lo defendemos en nombre del principio de la estabilidad democrática”. Por primera vez, la potencia mayor de Occidente fue inconmovible en su defensa democrática, en esta ocasión acompañada por los países miembros de la ONU y de la OEA, en una oleada universal que desacredita el golpe de Estado cívico-militar consumado en Honduras. Los insurrectos contaban con el respaldo de las fuerzas armadas, el Congreso, el Episcopado, los empresarios de mayor porte y la Corte Suprema, aunque este frente comenzó a resquebrajarse ante la firme posición de Washington y el resto del mundo. La Corte aclaró ayer que el depuesto Zelaya podría regresar si el Congreso le concede una amnistía.
Los intentos del gobierno golpista para conseguir audiencia en el Departamento de Estado fueron vanos, mientras que el destituido fue recibido por Hillary Clinton, quien negoció un principio de diálogo al proponer al presidente de Costa Rica, Oscar Arias, hombre de experiencia en la diplomacia centroamericana y buen amigo de Estados Unidos, como negociador aceptado por las partes.
Para Honduras, la posición norteamericana es determinante, porque su historia está relacionada con las políticas continentales de la Casa Blanca y sus hombres de poder deben estar sorprendidos del rechazo que recibieron desde el Norte. Siempre estuvieron dispuestos a servir, como lo hicieron durante diez años cuando prestaron el territorio nacional, la mitad de la provincia de Buenos Aires, para las tropas “contras” que intentaban tomar por la fuerza a Nicaragua para desalojar al Frente Sandinista de Liberación. De aquella época sobrevive uno de los importantes aeropuertos, en el que subían y bajaban los aerotransportes que aprovisionaban al antisandinismo. Ese tipo de relaciones generó entre los poderosos hondureños la convicción –una suerte de subcultura– de que su destino cuelga del cinturón de combate de los marines.
Para el resto del continente, la posición de Estados Unidos y de las entidades mundiales es una magnífica noticia. La democracia nunca pasó una prueba golpista como ésta, pero hizo retroceder a las fuerzas conjuntas del poder, el dinero y las armas. Es probable que Zelaya no merezca tanto, tampoco los muertos en su nombre, pero la soberanía popular y la libertad de expresión merecían este contragolpe y son el mensaje final de los caídos.
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